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“Satinet” de M.G. Parco

PARCO, M. G.: “Satinet”. Relato corto escrito bajo seudónimo.

El autor nos explica cómo una tragedia nos lleva a la soledad y la locura con el paso del tiempo. A la limitación de la visión del mundo por debajo de las rodillas cuando la espalda se curva hacia delante y el cuello la acompaña con obligada genuflexión, bañada por un mutismo presente desde hace años.

¿Es lo que el protagonista del relato quiere ver? ¿o es lo único qué hay que ver?

Nos habla de cuidar la prole de los depredadores, del hombre sin rostro o con muchos rostros o, muchos hombres con un mismo rostro. Pensamientos que se pueden desechar pero también retornan configurando un infierno que es espera y repetición.

Tan falso es el satén rosa palo -satinet- como el secreto que, para todos menos uno, guarda con celo en una blanca caja.

“Satinet” es un breve relato escrito para un guión de cortometraje, así lo creo y lo veo.

Muchas gracias M. P.

Ahora vamos a desvelar el verdadero nombre del autor, Marto Pariente. Cuelgo el relato para que podáis leerlo. Todo ello con su permiso.

SATINET

(Satinet: falso satén generalmente hecho de fibra sintética o algodón).

La tarde de primavera estaba llena de frases de fecundidad y de promesas aún por romper, como los anidados huevos de perdiz escondidos en los pedregales o entre las removidas tierras de labranza. En esto pensaba el viejo y loco Berto camino del cementerio con una muñeca de trapo en los brazos y la brisa alborotando su cabello ralo.

Tiempo tuvo de pensar también, rodeando la torre del campanario, en que bien harían las perdices de cuidar su prole de los depredadores, de zorros y jabalíes, de grajos y urracas de plumas negras y del hombre sin rostro… ¿o de muchos rostros que solo era uno? ¿O eran muchos hombres con el mismo rostro? Consciente de que esto era una idea antigua, recurrente y desgastada, la dejó escurrir como los árboles dejan escurrir la savia. ¿Acaso los locos no desechan ideas? Sí, como los cuerdos, pero a diferencia de éstos, los pensamientos retornan. Olas que horadan la roca una y otra vez.

Pues, ¿qué es el infierno sino espera y repetición?

Caminaba a su manera, más bien anadeaba con la cabeza gacha, la barbilla atornillada al pecho. Pasos cortos sobre una suela carcomida que dejaba pasar la tibieza del asfalto. Ajados pantalones de pana marrón, revenidos y zurcidos en sus perneras a base de sietes. Todo en él eran remiendos. Todo…, y luego el sempiterno cigarrillo apagado y pendiendo de los labios, reprimiendo la boca abierta típica de los locos y la baba intentando escapar por las comisuras.

A eso de las ocho de la mañana, recién cantado el gallo, unas zapatillas de andar por casa, de un azul desvaído, embutidas en unos hinchados y varicosos pies de mujer, llamaron a su puerta. La Chusa, y no es que mirando su cara pueda reconocerla. Hace años que no mira a nadie la cara. Berto siempre andaba con los ojos al suelo y la barbilla hincada al pecho. Conocía a la gente por sus pies y sus zapatos y su voz.

De manera que aquella mañana, la Chusa con un nudo en la garganta y cambiando el peso de un pie a otro le dio los buenos días al loco y viejo Berto, y añadió que lo de buenos era por decir algo, que la habían llamado los del ayuntamiento, que el viejo Berto no tenía teléfono, que si esto, que si lo otro y que hiciese el favor de avisarle. Y claro, que ahí estaba ella en cuanto había colgado y que era importante…  Y que si su cabeza tampoco es ya lo que era y que se liaba y que si se iba por los cerros de Úbeda; que la historia es que estaban remodelando la tapia del cementerio y que con tan mala suerte, fíjate tú…, que si el diablo enreda…, y que ya no hay profesionales como los de antes, que se lía otra vez y que tiene la olla en la lumbre; la cosa dice, era que con la grúa habían tirado la esquina de un bloque de nichos y que uno de los ataúdes era el de su hija. Abreviando, que esperaban allí  al viejo Berto, que tenía que ir, vaya, y que si se le quemaban las lentejas y que…, si eso luego para la hora de comer le pasaba unas pocas; y adiós.

Berto se dirigió entonces a la habitación de su hija, la única de toda la casa que no había cambiado en cuarenta años y se sentó en el apolillado edredón e intentó, como siempre que entraba, captar su olor. Nada. Solo persistía en su memoria, y su memoria, como la de Chusa, ya no es la que era. Agarró entonces la muñeca de trapo y hundió con esperanza la nariz en la tela.

Lloró, solo olía a polvo.

Entonces llegó el viejo y loco Berto al cementerio donde los olmos de espigadas y afiladas sombras se recortaban contra un cielo preñado de nubes blancas. Avanzó hasta la tapia por entre los mausoleos. La maquinaria había parado, de fondo las primeras chicharras y el lejano ulular de una lechuza. En el suelo de gravilla, tres ataúdes, el más pequeño y patinado en blanco y forrado por dentro de satinet, abierto y vacío.

¿Vacío?

Vacío.

A su lado, inquietos los tacones de las botas de los operarios que aplastaban un cigarrillo tras otro. Aguardaban. También unos mocasines con borlas. La voz que le habló era la de los mocasines. El Alcalde, un tal Rufo. Y dijo, buenos días y también dijo que lo sentía, que había sido un accidente y que si quería presentar denuncia que lo entendía; que la pluma giró y que vaya por dios, había tirado parte del muro de los nichos. Un desastre, si señor, un desastre dijo, y después, repitió azorado otro vaya por dios. Y entonces la voz cascada de una de las botas de los operarios habló tras carraspear y le pidió a los mocasines que le preguntase por qué no había cadáver. Y los mocasines del Alcalde dijeron que claro, que eso también, que no había cuerpo y que bueno, no sé que decir Berto.

El loco y viejo que hacía años que no le dirigía a nadie la palabra, se sorprendió al apartarse el cigarro apagado de la boca y al escucharse decir:

Mi niña…, nunca apareció.

Después sorbió saliva y se colocó el pitillo de nuevo entre los labios, se acercó al pequeño ataúd y se acuclilló y pasó la palma de sus manos por el enmohecido acolchado. Recordó que en otra vida, cuando los rostros de los hombres no eran un solo rostro, había elegido el interior del cajeado de abedul de un satinet rosa palo. Colocó en su interior con mimo la muñeca de trapo que ya solo olía a polvo, bajó la tapa con el ligero chirriar de los goznes y echó el cierre.

Se largó sin despedirse.

Camino de casa pensó de nuevo que la tarde de primavera traía consigo frases de fecundidad, y como antes, su mente derivó a los huevos de perdiz y a sus depredadores. A todos los depredadores. Al hombre sin rostro, ¿o de muchos rostros que solo era uno? ¿O eran muchos hombres con el mismo rostro?

Ideas antiguas.

Olas que horadan la roca una y otra vez.

Pues, ¿qué es el infierno sino espera y repetición?